23 septiembre 2009

Flores que brillan en el tacho de basura

(30 de diciembre de 2002, Página/12)

Podrá tener un olor apocalíptico, pero las cifras no dejan mayor margen de maniobra: en lo que hace a la actividad del pop & rock en la Argentina, 2002 fue un año catástrofe. Valen un par de números fríos, helados: Buenos Aires, que hasta no hace tanto era –junto a Brasil– la plaza más importante de Sudamérica, recibió apenas una docena de visitas internacionales de cierto relieve, y solo dos realmente masivas (Roger Waters y Red Hot Chili Peppers). La industria discográfica, en caída libre desde 1998, se hundió en el sótano, con menos de cinco millones de unidades vendidas, un 55% menos que el año pasado. Y si se tiene en cuenta que este guarismo integra discos de artistas extranjeros, música clásica, popular argentina y música “en español” (lo que significa un amplio rango de artistas que nada tienen que ver con el rock), no cabe más que llegar a la conclusión de un coma profundo. ¿Mercado? Mercadito.

Esta temporada presentó un panorama que ningún gurú podría resolver. El joven público consumidor del segmento se encontró con los bolsillos más agujereados que nunca. La devaluación impulsó los costos de producción de grabaciones y espectáculos a la estratosfera, y convirtió los shows extranjeros en un agridulce recuerdo. Y, ante ese estado de las cosas, el Enemigo Nº 1 de la industria musical, la piratería, se hizo un festín: según fuentes oficiales de la Cámara de Productores e Industriales de Fonogramas y Videogramas (CAPIF), por cada cuatro discos legales que se venden hoy en Argentina hay seis copias truchas.

Pero mientras los empresarios (los mismos que sacaron partido de la fiesta menemista, fijando precios de venta por lo menos exagerados) agotan caja tras caja de pañuelos de papel, debe volverse a un concepto que no por repetido deja de tener vigencia: las cifras solo cuentan una parte de la historia. De no ser así, debería concluirse que lo más relevante de la temporada fue un invento televisivo llamado Bandana, que vendió 240 mil copias de su primer disco y 120 mil del segundo Noche (ventas que no forman parte de las cifras de CAPIF porque se trata de “productos especiales”, que utilizan vías de expendio como el kiosco de diarios o el supermercado). O que no hubo argentino que no vibrara al ritmo de “Aserejé” de Las Ketchup, ese non plus ultra de la bobería industrial que recicló el “Rapper’s Delight” que Sugarhill Gang grabó en 1979.

Claro que los productos como Bandana/Mambrú o Las Ketchup son una herramienta habitual del mercado. La diferencia, en todo caso, es que el rock y pop menos complaciente perdieron más sustento económico, y fueron arrasados por el achicamiento. La potencia artística, se sabe, es otro asunto. Y allí es donde el año puede ser visto bajo otra luz, y las flores vuelven a brillar en los tachos de basura. Si la gran industria observa con terror el cuadro de los últimos cinco años y los sellos multinacionales combinan esfuerzos y reducen hasta los gastos de papelería, los independientes hicieron de su pequeñez una virtud, editando materiales interesantes y uniéndose en outlets itinerantes de resultados positivos. Todos, sin embargo, pudieron contar con aliados valiosos: los músicos, que en un momento que llamaba a enterrarse en un refugio antinuclear decidieron tomar el toro por las astas y salieron a tocar y tocar.

Así, 2002 fue el gran año de Bersuit Vergarabat y sus ocho funciones en Obras, y el asalto a River de La Renga, y la seguidilla de Los Piojos en el Luna Park (estos dos últimos, aprovechando cabalmente el silencio de Patricio Rey), y la formidable actualidad de Attaque 77 aquí y en el exterior, y la vigencia de Charly García (quien se apoyó en Influencia y su nueva banda para llenar el Luna y el Gran Rex), Luis Alberto Spinetta -que llegó, al fin, al Colón– o Fito Páez, quien abrió una nueva etapa artística con diez funciones en el ND/Ateneo. Pero también fue tiempo de cosecha para Babasónicos –tuvo su propio Luna Park–, y de trabajo ininterrumpido para Las Pelotas, Mimi Maura, Arbol, Los Ratones Paranoicos, Los Natas, Pequeña Orquesta Reincidentes, Karamelo Santo, La Favorita, Las Manos de Filippi, Carajo, La 25 y otra multitud de grupos que interpretaron la devastación reinante como un estímulo para hacer cosas. El compre nacional no fue exclusivo producto de la ínfima oferta extranjera, sino de la prepotencia de trabajo de los músicos argentinos, que están curados de espanto: los multitudinarios encuentros de Cosquín y La Falda, por ejemplo, fueron muestras de buena salud más allá de toda contingencia. Curtir el escenario, en un país que no posee distribuidores de discos en varias provincias, se convirtió en la mejor forma de mantenerse a flote.

Este mapa de una Argentina cacheteada hasta los ojos en compota por la seguidilla Corralito-Masacre de diciembre-caída de De la Rúa-Cinco presidentes en una semana-Duhalde-Devaluación y un largo etcétera, hace que las disquisiciones del planeta musical parezcan cosa muy ajena. El mismísimo monstruo de la producción, Estados Unidos, debió lidiar con su propia recesión pos 11 de setiembre. En todo el mundo impera un debate que tiene que ver con el total desbarajuste de las reglas conocidas, a caballo del uso generalizado de MP3 y quemadoras de CDs, la piratería organizada y un difícil debate sobre derechos de autor en el que ni los músicos tienen una posición definida y terminante. La pregunta es irritante pero lógica: ¿por qué de pronto la industria que durante años metió la mano derecha en el bolsillo del músico y la izquierda en el del consumidor, se volvió una ardiente defensora de “los derechos del músico”? ¿Son Andrés Calamaro, y REM, y John Frusciante (por citar sólo tres artistas que pusieron sus canciones a libre disponibilidad del usuario en la web) unos terroristas o están interpretando los nuevos vientos de difusión de música?

En los corrillos del Primer Mundo se asegura que el CD es un formato perdido, pero aquí abajo es todavía la forma habitual de consumo, tenga el sticker holográfico de la Federación Internacional de la Industria Discográfica (IFPI) o no. A través de los discos, entonces, el público local trató de mantenerse al tanto del pulso mundial, ya que a la hora del vivo sólo hubo margen para una noche inolvidable con Waters (contratado en tiempos del 1 a 1), una cita de honor con los Peppers –que dieron un show cuyo sonido ofreció las acostumbradas latosidades de una cancha de fútbol, pero eran los Peppers–, un demorado encuentro con Rita Lee, el aquelarre dance de Creamfields (la patria DJ tiene sus propias reglas) y poco más. Así, llegaron los rebotes del “nuevo rock” de grupos como The Strokes, White Stripes, The Vines o The Hives, junto a clásicos como David Bowie, Oasis, Bruce Springsteen o Sonic Youth y nuevos y apreciables experimentos de Morcheeba, Primal Scream, Weezer, Beck y Jon Spencer Blues Explosion.

Producir es un verbo difícil de conjugar en la Argentina catástrofe. Crear, en cambio, es un deporte que parece resistirlo todo. En un año unplugged de todo, artistas y público argentinos comprendieron, de manera más descarnada que nunca, que los valores del arte no pasan por esas cifras fabulosas del pasado, que hoy suenan como un viaje a Saturno. Así planteado el asunto, todavía parece tener sentido pararse en el desierto para ofrecer algo tan sencillo y a la vez tan potente como una canción.

(los recuadros de esta nota, acá)

23 abril 2008

Contraprueba

(publicado en el suplemento Líbero de Página/12, ya ni me acuerdo cuándo)


Ese jueves, las secciones deportivas -y hasta las tapas- de los diarios no hablaban de otra cosa: el antidoping positivo de Juan Carlos Carrascosa. Dado el historial del fútbol argentino al respecto, no parecía algo como para andar escandalizándose barato, pero había un dato que echaba una nueva y apasionante luz sobre un tema varias veces debatido: Carrascosa era árbitro. Más aún: Carrascosa había sido el árbitro del River-Boca jugado el domingo anterior, que -como corresponde- ya había ocupado un generoso espacio en esas mismas páginas deportivas. Y, como una premonición, algunas de esas páginas analizaban exhaustivamente la labor del juez: una práctica habitual, pero que esta vez se fundamentaba aún más en el hecho de que la labor de Carrascosa había tenido varios puntos oscuros. Puntos que, con la noticia del jueves, empezaban a explicarse mejor que los miles de argumentos enarbolados por periodistas, árbitros, jugadores e, hinchas de uno y otro bando, que venían protagonizando una semana especialmente pródiga en trifulcas de bar. El partido, de circunstancias tan cambiantes que había varios que se confundían en el análisis, había finalizado 2 a 2, pero el resultado era casi lo de menos frente a las situaciones que se habían vivido en la cancha.

Mandoni y Olarte, los centrales de River, comentaban ya en el entretiempo la extraña frase lanzada por Carrascosa poco antes de iniciar el encuentro. Acercándose al área millonaria, el juez les había dicho con firmeza: “Ustedes dos, mucho cuidado con alborotarse la cabellera”. El dos y el seis se miraron entre sí y simplemente asintieron, atribuyendo semejante reconvención al hecho de que Carrascosa siempre se definía como “seguidor de la línea inaugurada por el Sr. Castrilli”. El retirado árbitro, precisamente, ante el frasquito positivo del referí debió salir prontamente a declarar que él no sabía nada de líneas y que no le embarraran la cancha.

Pero el episodio con Mandoni y Olarte quedó convertido en poca cosa frente a lo que vino después. A los cinco minutos, Guzzione, el nueve de Boca, terminaba de atarse los botines en el área grande rival, cuando un rebote hizo que la pelota le cayera justita para definir. Mientras el juez de línea se dislocaba el hombro de tanto agitar la banderita, Guzzione eludió a Casco y definió con el arco vacío. Era el orsai más grande de la historia, pero Carrascosa señaló el círculo central. Y echó a Mandoni por protestar. Y le puso amarilla al capitán riverplatense Fernández Nieto, y lo mandó a Carrusca -el ocho de Boca- a cambiarse los botines porque no le combinaban con su muñequera de la suerte. A pesar de que el partido ya parecía definitivamente desnaturalizado, los jugadores se resistieron a darle vía libre al escándalo retirándose del campo apenas iniciado el juego, y la pelota volvió a rodar. Todo anduvo más o menos dentro de los carriles hasta los 23 minutos, cuando Picone, marcador lateral xeneize, cometió una falta menor, y Carrascosa le sacó roja directa. Todo Boca se le fue encima, y finalmente el árbitro concedió:

- Trescientos abdominales y se queda en la cancha.

Pese a las protestas generalizadas de los de la banda roja -y una incredulidad que comenzaba a ganar todo el estadio-, Picone se tendió en el piso y cumplió con lo ordenado. Y se quedó en la cancha, aunque no volvió a tocarla en toda la tarde. A esa altura, los jugadores tenían miedo hasta de hacer un lateral, pero el primer tiempo finalizó sin mayores incidentes, salvando el gol del empate que marcó Fernández Nieto a los 42, con los dos puños cerrados y tirándose en palomita. Los de Boca ni miraron a Carrascosa.

Los comentarios radiales y televisivos del entretiempo fueron verdaderas piezas de oratoria. En las tribunas circulaba el rumor de que Carrascosa había sido comprado, pero nadie atinaba a decir por quién o para qué: hacía rato que Excursionistas lideraba cómodamente la tabla de posiciones, y ninguno de los dos más grandes del fútbol argentino participaba ya de la discusión por el título.

- Estos están rompiendo las pelotas de nuevo con el fútbol espetáculo -aventuró un grandote sin largar el trapo de River.

- Olé olé, olé olé olá, el Carrascosa no nos quiere habilitar -cantaban con buena intuición los xeneizes.

El segundo tiempo fue el ejemplo de lo que hubiera filmado Fellini de haberle interesado alguna vez el once contra once. Sólo la firme intervención de los dos líneas, que se llevaron aparte al árbitro y lo conversaron un poco, impidió que Carrascosa se saliera con la suya y el superclásico se terminara jugando con una guinda de rugby. Según los que atinaron a escuchar parte del diálogo entre los tres de negro –“de negro” es un decir, porque Carrascosa había salido al segundo tiempo con una chomba fucsia de vivos amarillo flúo-, el juez argumentaba que “un verdadero profesional juega con cualquier pelota”. Los líneas, sin embargo, lograron convencerlo con el argumento de que la guinda estaba desinflada.

- Caramba, lástima que olvidé mis pelotas de golf -comentó Carrascosa.

A esa altura, los jugadores se doblaban de risa y la rivalidad histórica se había ido al cuerno. “No te calentés, Héctor, si la AFA va a anular todo”, le decía Olarte a Picone, que apenas podía con su alma y puteaba en todos los idiomas. Carrascosa trotaba con un paso que seguramente creía elegante, pero que hacía recordar a Johnny Depp en Fear and loathing in Las Vegas. A los quince minutos, Amuchástegui, sobrino del recordado “Araña” Amuchástegui, le hizo un túnel inolvidable a Picone, se sacó de encima a un desesperado defensor, eludió a Cartasso y puso el 2-1 para River. Los Borrachos del Tablón se tiraban en palomita a la platea inferior, y Carrascosa no pudo con su genio. “¡¡Qué bueno, pero qué bueno, chéé!!”, le gritaba en el oído a Amuchástegui. “¡Hágalo de nuevo!”, ordenó. El Piojo lo miró, lo midió, consideró la expresión de respetuosa admiración y alegría pintada en el rostro del árbitro y preguntó, mirando al piso y raspando la línea de cal con la punta del botín siniestro: “Y... si lo hago de nuevo... ¿lo cobra otra vez?”. El grito de “¡Salga de acá, corrupto!” que le propinó Carrascosa se escuchó hasta en el Polígono de Tiro, y no sólo le sacó la roja sino que además lo echó a empujones.

El resto del partido fue un desastre. A los 30 minutos, el referí paró el partido para “refrescarse” (no hacían más de 18 grados), se fue al vestuario y volvió a los cinco minutos, levantando panes de césped con los tapones en cada paso. Con la corbata de la AFA como vincha, expulsó a los dos directores técnics “por no exhibir en la cancha un dibujo táctico convincente”, según apuntó en su informe. Después dio una serie de cinco penales para cada equipo, explicándole a los capitanes que había que ponerle emoción al partido, y anuló todos los goles resultantes. Le pegó a un línea por “negarse a pintar la raya del telebeam” para certificar el offside que había señalado. En un tiro libre para Boca puso a la barrera a siete metros, pero a las espaldas del pateador. La jugada terminó en el gol del empate, y por supuesto que los jugadores de River no dijeron ni mu. Tampoco tuvieron oportunidad, porque ahí mismo, a los 38 minutos, Carrascosa dio por finalizado el partido. Fue tal el desconcierto, que a la salida las barras no se buscaron para pelearse, sino para tomarse unos vinos, cambiar impresiones y reírse un rato.

El jueves por la tarde, tras declarar en la sede de la Asociación del Fútbol Argentino, ante las cámaras Juan Carlos Carrascosa fue breve y terminante. “Todavía falta la contraprueba. Confío en la Justicia”, dijo, y se subió al primer colectivo que vio pasar.

04 julio 2007

¿Para quién cantan ellos, entonces?

(21 de mayo de 2000, Página/12)


Los discos suelen incluir un texto ya célebre que indica: “Prohibida la reproducción, regrabación, alquiler, préstamo, canje, ejecución pública, radiodifusión y cualquier otro uso no autorizado de estos fonogramas”. El texto se presta a varios análisis (¿¿prohibida la reproducción?? ¿Cómo se escucha un disco sin reproducirlo?), pero frente a tan poca seriedad bien podría reclamarse un agregado del mismo tenor: “Prohibido reunir a este grupo”.

Las reuniones, resurrecciones o como quiera llamárselas, siempre son un asunto complicado. El mismo Charly García lo sabe: hace poco menos de ocho años, cuando una aventura idéntica llevó el nombre de Seru Giran, hubo un buen show inicial en Córdoba y una inmediata cuesta abajo que terminó en el bochorno de River, con David Lebon poniendo voluntad, Pedro Aznar haciendo jugar todo su profesionalismo para sostener lo insostenible y García declarando sobre el escenario: “¿Ah, no se escucha allá arriba? Bueno... jódanse”. Curiosa manera de gratificar a un público que, claro, “siempre quiere escuchar estas canciones otra vez”. Cuestión, por otra parte, ampliamente discutible: ni los músicos ni los periodistas tienen el poder de saber positivamente qué es lo que está esperando el público, y mucho menos sus reacciones frente a una oferta artística determinada.

Hay tópicos en Sui Generis que responden a situaciones sociales hoy reconocibles. Lo difícil es darle a esa música la trascendencia que sus protagonistas levantan como bandera en el panorama musical de este tiempo. La repercusión mediática que obtiene el retorno de Sui Generis (repercusión que incluye a estas páginas, claro) tiene más que ver con las olas que suele levantar Say No More a su paso que con un efectivo interés en averiguar cómo puede llegar a sonar hoy “Mariel y el capitán”. Se dice que en todos los fogones del país sigue llevando la voz cantante “Rasguña las piedras”, pero eso, también, es materia discutible: los jóvenes de hoy pueden tener padres fanáticos de Sui Generis, pero su música –recuérdese: ningún joven adhiere así como así a las canciones de sus mayores–, la música que habla de lo que les pasa en la esquina, pasa por otro lado. Por un lado que, oh casualidad, García defenestra cada vez que se presenta la oportunidad, en un gesto policíaco que debería alarmarlo. Para un argentino de quince años en 2000, tiene más sentido lo que relatan La Renga o Los Piojos que un legendario dúo hippie de los ‘70. Mal que le pese a Charly, que también suele disparar sus dardos en esa dirección, si un pibe se pone a investigar en el pasado es probable que se identifique más con la “Fiesta cervezal” de Pappo que con “Un hada, un cisne”.

En la aún joven historia del rock, se hace difícil encontrar alguna reunión en la que el cuerpo de los protagonistas haya podido cubrir los cheques emitidos por su ego. Reunir a Sui Generis es exponerse a agregar un colofón pobre e innecesario a un grupo que, sí, es capital en el rock argentino. Tanto como Seru Giran, al que es mejor recordarlo sin Seru 92 y sin el doble en vivo de aquel caos en River. Pero a García, el clavadista, le encanta el riesgo, y de su pasión por el riesgo supo construir obras inolvidables. Aquel otro bochorno de 1995 en Prix D’Ami fue una muestra gratis de lo que podría ser Sui Generis hoy, con un García aún menos riguroso que entonces y un Mestre tratando de vivir la aventura junto a un huracán imparable. El huracán, además, no tolera las medias tintas: el significado histórico de Sui Generis debe obligar a todos a rendir pleitesía al regreso, y el que no lo entienda así será, como apostrofó a Pappo en Noticias, simplemente un envidioso. Hace 25 años, Sui Generis le cantaba “a usted, el que atrasa los relojes”. Hoy vuelve a cantar. La vanguardia es así. ¿Es así?

29 octubre 2006

"Así vivo todos los días"

(25 de octubre de 1996, Página/12)

En otro concierto anárquico y desconcertante, el rocker se dio el lujo de llenar un teatro con 2500 invitados que pagaron por participar de su fiesta. Mercedes Sosa, León Gieco y Juanse, de Ratones Paranoicos, desfilaron por el escenario.


Hay varias preguntas que ya no necesitan respuesta, o al menos ésta ya está escrita. Charly García es uno de los poquísimos artistas argentinos que pueden convocar a un show con solo dos días de anticipación y llenar un teatro. Al mismo tiempo, se establece la paradoja de que sus discos tienen cada vez menos sustancia y sus espectáculos son caa vez más pobres, y aún así el público responde y vitorea. Un fenómeno que tiene que ver con la enormidad de la historia del artista antes que con su actualidad. Por eso, por el innegable amor que vincula a García y su público, el miércoles por la noche hubo conformidad con lo que fue una caótica fiesta de cumpleaños, en la que por otra parte le cobró entrada a todo el mundo, incluidos sus amigos, ex compañeros de andanzas y periodistas.

Las pautas del encuentro estaban más o menos claras: Charly quería festejar su aniversario número 45, y de paso adelantar algo de lo que verá la luz bajo el título Say No More - Constant Concept. En el primer caso puede considerarse un objetivo cumplido; en el segundo, habrá que esperar a la edición del disco para apreciar qué se extrae de los erráticos esquemas que sonaron sobre el escenario. Podrá ser redundante, pero eso no le quita verdad al hecho de que es el público -y su memoria- quien contiene a las canciones. Y cuando las canciones peretenecen al rubro de los estrenos, no queda más remedio que intentar imaginar las virtudes en el entrevero. Tras una no-explicación del título de su nueva obra, exactamente a las 21, Charly abrió el fuego con "Don't let them bring you down", tema de Neil Young traducido a "No te dejes matar", que finalmente deberá quedar fuera del disco por cuestiones legales. Fue el comienzo de una serie de bloques de música con breves intervalos, en los que el bigote bicolor apeló mucho más a su histrionismo que a su capacidad musical. Así, lo que puede intuirse con bastante seguridad que es una buena canción -"Cuchillos"- naufragó en un curso sin destino aparente.

Así hubo chistes de toda clase, comprensibles y carentes de sentido, aunque más de uno prefirió reír antes que quedar en offside ante el resto. Hubo algunos dardos para los colegas, como los expresados antes y después de "Por favor, yo necesito un gol": cuando hubo que parar el tema porque Charly no recordaba la letra, un breve diálogo con María Gabriela Epumer terminó con la frase "Bueno, pero yo soy un genio y vos no", que puede ser una broma y hasta una verdad, pero resulta antipática en público. Cuando la canción terminó con una pálida respuesta desde la sala, García reflexionó que "parece que ir a ver música clásica los dejó... bueno, vamos a tocar la Novena Paranoica", invitando a Juanse y dejando en el aire una alegoría a los conciertos en el Colón de Fito Páez. La intervención del líder de Ratones Paranoicos propició un salto a lo kamikaze de García, que aterrizó en las pirmeras filas y pudo zafar de los brazos y volver al escenario con bastante esfuerzo. Fue una de las muchas ofrendas, ya que hoy las casas de venta de instrumentos deberían publicar una solicitada agradeciéndole su pasión por la destrucción de guitarras, micrófonos, teclados y equipamiento en general.

Pese a todo, en medio de tanto desquicio, hubo momentos en los que la música fue protagonista. Dos de ellos tuvieron que ver con la intervención de León Gieco, quien puso su armónica y su voz al servicio de una buena versión de "El fantasma de Canterville", y Mercedes Sosa, imagen de la serenidad que emocionó con "Inconsciente colectivo" y "De mí". Poco antes, el estreno de "Estaba en llamas cuando me acosté" dio lugar a una larga diatriba contra la policía y los medios de comunicación, mientras en la pantalla de video desfilaban los escandalosos titulares de Crónica y Diario Popular de la época de su declaración en el juzgado de Dolores, curiosamente mezclados con una nota a favor de su posición publicada por este diario. En los intervalos, una chica se desgañitaba al grito de "Charly, salí a cantar, no hiciste ni un tema", mientras a su alrededor le advertían que cerrara la boca. Lo hizo, o se fue, con lo que se consiguió un buen consenso para la parte final del cumpleaños. "Eiti leda" enganchado con "Los dinosaurios", "Pasajera en trance", "Fanky", un final atronador con la introducción de "No toquen": media hora después de la despedida, cuando parecía que ya no quedaba nada en pie y la gente ya estaba en la calle, hubo otro regreso limitado por un anunciado corte de luz. Entonces, sí, terminó todo. Charly se fue con el cumpleaños a otra parte, los pibes marcharon masticando su alegría o el descontento que no impedirá darle otro crédito. Algo que puede resumirse en una propia frase de García: "No sé de qué te asustás, así vivo todos los días". Un festín, otro más. La música sigue esperando revancha.

12 julio 2006

El año en que el rock salió al sol

(22 de noviembre de 2003, Página/12)


Han pasado 21 años, pero suena a eternidad. En noviembre de 1982, el rock argentino era un adolescente tan cargado de energía creadora como de conflictos propios de la edad, para colmo en el contexto de un país devastado, golpeado, amordazado, picaneado, la muerte rondando en cada esquina. Antes y después de ese noviembre pasaron muchas cosas en la escena, pero BA Rock IV estaba llamado a constituirse en hito, codo de la historia, un verse las caras a la luz del sol y tratar de encontrar el modo de barajar y dar de nuevo, que otros tiempos empezaban a soplar. El delirium alcohólico de Galtieri y sus buitres en Malvinas había obrado como certificado de defunción no sólo de muchos pibes inocentes sino también de la dictadura más sangrienta de la historia argentina, tan pródiga en asesinos y desvalijadores. En las canchas de rugby de Obras Sanitarias, el mismo lugar donde unos meses antes había sucedido el polémico Festival de la Solidaridad Latinoamericana, el rock nacional (y su público) se mostró por primera vez en mucho tiempo con menos miedo, consciente de una nueva musculatura. Pero también con sus contradicciones, sus problemas de identidad y la certeza de que las cosas estaban cambiando para siempre. La historia inmediatamente posterior se encargaría de demostrarlo: último gran acto del hippismo, BA Rock cerró una época.

Para llegar a ese noviembre, sin embargo, es necesario atrasar el reloj un poco más. En septiembre de 1981, el festival Prima Rock (en las piletas de Ezeiza, con Spinetta Jade, Miguel Cantilo & Punch, Los Abuelos de la Nada, Dulces 16 y Nito Mestre, entre otros) había provocado un soplo de aire en un medio asfixiado por la persecuta, y unos meses después La Falda ‘82, a pesar de sus clásicos descalabros organizativos y de público, había dado otro empujoncito. Hacia marzo, cuando crecía una efervescencia social que desembocaría en una marcha a Plaza de Mayo reprimida y con un muerto, algunos hechos no tan aislados indicaban cambios de piezas en un movimiento rockero hasta entonces condenado al under. Seru Giran, el grupo que había encontrado su síntesis entre las buenas canciones y el reflejo entrelíneas de los tiempos de la dictadura, se despidió en Obras Sanitarias. En Radio del Plata, “9 PM” y “El destape” (en simultáneo por AM y FM) no sólo revelaban a una pareja conductora que haría historia –Lalo Mir y Elizabeth Vernaci– sino que entregaban una visión de la vida y un contenido netamente rockeros. En Rivadavia, Graciela Mancuso también se animaba a programar canciones del palo. Y en la ciudad, los pubs y cafés con shows en vivo (La Peluquería, Entreacto, Satchmo, La Trastienda, Shams, Jazz & Pop, entre muchos otros) brotaban como hongos y llenaban siempre. El material humano y artístico, por su parte, abundaba desde comienzos de los ‘70.

Y entonces llegó la guerra.

Al día de hoy, la relación del rock argentino con la Guerra de Malvinas desata debates sin respuestas concluyentes. En ello interviene la culpa por acceder a canales de difusión impensados “gracias” a un conflicto bélico con Inglaterra, balanceada por la tranquilidad de saber que, al menos en su mayoría, los músicos no le estaban robando la plata a nadie. Los militares reemplazaron la lista negra que iba de Mercedes Sosa al "Durazno sangrando" de Spinetta por otra que vedaba todo “cantable” en inglés, y todos los programadores debieron hacer un cursillo acelerado con aquellos más al tanto de lo que sucedía bajo la superficie. Y quizá la polvareda se hubiera ido aquietando, dejando solo el hecho de que el rock merecía ese lugar por potencia artística, de no haber sido por el Festival de la Solidaridad. Transmitido en directo por Del Plata, Rivadavia y ATC, con 60 mil personas adentro y unas cuantas afuera, el show a beneficio de los pobres pibes lanzados al delirio galtieriano incluyó a Spinetta, Litto Nebbia, Miguel Cantilo, León Gieco, David Lebon, Charly García, Pappo, Nito Mestre, Antonio Tarragó Ros y Rubén Rada, entre otros. Pero, a pesar de las apelaciones a la paz y las buenas intenciones, desde otros lugares el festival fue apreciado como un acto de colaboracionismo.

El triste final de Malvinas desbarrancó a la Junta Militar, pero no a la música. En ese contexto, el regreso de BA Rock (realizado en 1970, 1971 y 1972) fue a la vez un gesto natural y una declaración de presencia, buena salud y principios: el rock en las radios no era Palito Ortega en la cubierta de un barco militar, y ésa era la hora de demostrar que el espacio era propio. Cerca de cuarenta grupos en cuatro fechas, con una organización obligatoriamente precaria y sus correspondientes dislates (Los Encargados tocando el mismo día que Riff, por ejemplo, lo que provocó la primera lluvia de proyectiles en el currículum de Daniel Melero), le dieron forma a un festival histórico, registrado incluso para el cine por Héctor Olivera. Para la gente que se había acostumbrado a toparse con el celular policial a la salida de cualquier recital, la agonía de la dictadura era un premio a la resistencia, al Se va a acabar en cada Obras, al tráfico clandestino de Pedro y Pablo, Sui Generis, Pescado Rabioso, Pappo, Moris y un largo etcétera.

Así, mientras Héctor Starc, David Lebon, Oscar Moro, Rinaldo Rafanelli y Luis Alberto Spinetta abrían el fuego con una zapada en la que convivían títulos tan significativos como “Rock de la mujer perdida”, “Rutas argentinas” y “Suéltate rock and roll”, en el campo la gente pestañeaba entre aturdida y feliz, incrédula de estar a la luz del sol, a cara descubierta, escuchando guitarras eléctricas y no sirenas policiales. Eso, sobre todo, fue lo que flotó en el ambiente en las cuatro jornadas, lo que hace de ese sol gordo y de mirada firme un icono del BA Rock, pero también un símbolo de la época.

La época, de todos modos, estaba llamada a cambiar muy pronto. El disco que Página/12 ofrece a sus lectores a partir de mañana resulta un documento fiel de las líneas estilísticas que iban de la militancia hippie y guitarrera de Pedro y Pablo, Piero (y sus célebres claveles blancos), León Gieco y Raúl Porchetto, al rock pesado de Riff, pasando por opciones de rock más leve como La Torre, Orions y Miguel Mateos, enlaces folklóricos como los que ensayaban Nebbia, Gieco y Rada o tonos más de romance como los de Alejandro Lerner y La Magia. Esa fotografía de época no incluye, sin embargo, a una segunda línea que pronto provocaría graves colisiones: Los Encargados tuvieron una muestra gratis de lo que recibirían grupos como Los Abuelos de la Nada, Virus, Los Twist, Soda Stereo, incluso el Charly García de Clics modernos: buena parte del público (y más de un músico) no aceptó tan fácilmente que tanta lucha, tanta lírica combativa y tanto sentimiento de comunión de los ‘70 desembocara en la modernidad sonora y de discurso surgida al calor de la democracia, y que para colmo a alguien se le ocurriera acuñar el irrespetuoso término psicobolche.

Vendrían nuevas discusiones, y batallas contra un sistema de represión y desculturización que aprendió a moverse de modos más aviesos, sutiles y efectivos. Pero ésa es otra historia, la que se desarrolló al doblar el codo. Hace veinte años, hace una eternidad, el rock argentino salió al sol, parpadeó sorprendido y se convenció de que podía ser invencible. Hoy la foto aparece virada al sepia, pero el álbum sigue creciendo.

01 junio 2006

Y ardió Roma

(29 de julio de 1999, Suplemento NO)

Extraña situación: el lunes por la mañana, en los kioscos de New York podía verse una tapa que no parecía del Daily News sino de Crónica. Sobre una foto que reflejaba el aquelarre final de Woodstock 1999, en letras gigantescas, podía leerse "CHAOS!!". Para ojos argentinos, la situación era familiar, y hasta podía preverse el tono espantado del reporte periodístico. Para el público norteamericano, las explicaciones (que comienzan con la afirmación de que "difícilmente algún Estado permita en el futuro la realización de un nuevo Woodstock") llevarán un buen tiempo. Ellos no parecen estar tan acostumbrados al desborde irracional.

Entonces, ¿qué pasó en Woodstock? El germen de lo sucedido el domingo por la noche, cuando Red Hot Chili Peppers debió acortar el magnífico show que estaba ofrecieno a cxausa de los fuegos en el campo, estuvo en la tarde del sábado. En el escenario Oeste, el más grande, Limp Bizkit salió dispuesto a explotar al máximo su status de "banda del verano", con más un millón de copias vendidas de Significant other, su segundo disco. En los días previos, el cantante Fred Durst anunció que haría cualquier cosa con tal de lograr que la performance de su grupo fuera recordada entre el malón de bandas de Woodstock. Y, sobre el escenario, no tuvo mejor idea que sugerirle a la monada "smash some stuff", una variación en inglés de la más célebre frase de Billy Bond. La mud people (que, a diferencia de 1994, no se caracterizaba con barro provocado por la lluvia, sino por las fuentes públicas de agua) fue la primera en hacerle caso. El muro de contención, ese "Woodstock panel" que intentaba disimular su función restrictiva con una decoración psicodélica, ya había sufrido varias bajas, pero a partir de allí sirvió de materia prima para que los embarrados hicieran surf sobre el lodazal. Y los mismos Bizkit debieron detener su show durante 15 minutos, mientras un integrante de la producción pedía cordura.

Al día siguiente, esas mismas placas de madera alimentaron los fuegos que obligaron a que se suspendiera toda actividad posterior (la fiesta iba a seguir hasta la madrugada del lunes) y se produjera la desconcentración. Las llamas comenzaron con algo tan simple como las "velas de la paz" que se distribuían libremente para despedir al festival, y siguieron como ceremonia tribal de gente danzando frente al fuego. Pero la cantidad de material combustible hizo que una simple fogata se convirtiera en hoguera: cuando se advirtieron al menos seis focos de fuego demasiado grandes, los Peppers pararon y le cedieron el micrófono a un integrante de la organización, que imploró que dejaran entrar a los bomberos. Fue un pedido vano, tanto por la imposibilidad de abrirse camino entre la multitud como por el hecho de que no se preveía semejante complicación. El último tema de RHCP, nada casualmente, fue un cover de "Fire", de Jimi Hendrix, al que casi ninguno de los asistentes, ya ganados por la paranoia de una posible catástrofe, prestó atención. Flea -quien salió a tocar completamente desnudo, en sintonía con lo que se veía permanentemente en el campo- tiró con evidente disgusto su bajo, y los californianos se retiraron 40 minutos antes. Y ahí se desató el infierno.

Hasta ese domingo por la noche, Woodstock se había desarrollado en los carriles usuales. Pero la acumulación de adrenalina, el opresivo calor, la combinación de drogas de toda clase, el sentimiento de liberación que produce tomar por asalto un campo gigantesco, estallaron con los fuegos. No fue, sin embargo, un acto de vandalismo absolutamente irracional. Cuando las corridas se trasladaron a los puestos de comida, los grupos que saqueaban, rompían y quemaban lo hacían al grito de "This is what you get for selling 5 dollars soda!", tomándose revancha de tres días de robo descarado en los comercios. Eso, claro, no justifica tamaña locura, que terminó alcanzando a varias carpas, los cajeros automáticos, un auto y media docena de semiremolques, y que tiró abajo varias columnas de audio y luces. Pero sí debe apuntarse que, a diferencia de las situaciones similares que se han vivido en la Argentina, en ese escenario (en el que, como agregado, un grupo de cincuenta personas percutía en los toneles metálicos para la basura, poniendo un adecuado soundtrack) no se vio ni una pelea entre la gente. Los que se acercaban con algo para agregar a las hogueras, incluso, se preocupaban por no lastimar a algún desprevenido en el camino.

Al cabo, un lamentable final para un encuentro que, pese a su gigantismo, nunca había pasado a complicaciones mayores que los desmayados, los contusos por el pogo, los deshidratados o los pasados de algo. Mientras la gente se desconcentraba, provocando un descomunal embotellamiento en toda el área, la carpa de prensa instalada a quinientos metros del escenario se convirtió en tierra de nadie, con periodistas de todo el mundo reclamando que alguien de la organización diera datos precisos. Los rumores abundaban: que las llamas habían tomado todo el camping, que las hordas destrozaban todo a su paso, que había violaciones a mansalva, que el Ejército estaba llegando para tomar control de la situación. Las pantallas instaladas en el lugar se limitaban a pasar resúmenes de los shows, y solo en las imágenes de los Peppers aparecía -durante escasos segundos- el fuego.

Lamentablemente, Woodstock 1999 será recordado por las llamas. En lo artístico, el tercer festival sirvió como demostración de la fuerza del casamiento entre la guitarra rockera y el ritmo hip hop, con buenos resultados como Rage Against the Machine o payasadas como Insane Clown Posse: los grupos que siguieron ese camino fueron invariablemente festejados por una audiencia predominantemente blanca y joven, que encuentra atractivo el ritmo afroamericano pero lo prefiere tamizado por la cultura WASP. Este Woodstock no fue aglutinado por un único mensaje de paz y amor (como en 1969), o por el hecho consumado de no poder escaparle a la lluvia -y por lo tanto convertirla en un juego general- como en 1994. Quizá sea eso, más que el alto costo de las entradas y los alimentos (dato que, por supuesto, también influye), lo que provoque la idea general de que fue el más "comercial" de todos. Esta edición no fue solo un festival de rock, un muestrario de lo que la industria tiene para ofrecer y un escenario de exhibición para los músicos -muchos de los cuales actuaron más para el pay per view de televisión que para la gente que tenían delante-, y por ello menos "místico" que los anteriores. El fin de siglo se hizo presente, y si para esos pibes es natural prender la tele y ver cómo su gobierno impulsa bombardeos en países lejanos, no parece caprichoso que un día aparezcan ellos bombardeando Rome, New York. La analogía es demasiado obvia, pero atractiva: como los romanos de Nerón, los asistentes al circo decidieron desatar su propia lluvia de fuego. Las cenizas quedarán por mucho tiempo.

24 mayo 2006

El primero te lo regalan

A propósito de la Ley del Músico que bajó Kirchner, una nota del 12 de mayo de 1994, en el Suplemento NO:


Welcome to the jungle. "El sonido lo ponemos nosotros y te sale tanto, tenés tanto de luces y tanto de Sadaic, y tanto si querés un aviso en el diario o en la radio. Te damos tal porcentaje de la puerta, pero la consumición queda afuera. Yo sé que a ninguno le gusta, pero si querés un consejo te conviene vender entradas anticipadas para no quedar tecleando". Palabra o peso más, palabra o peso menos, la cantinela es harto conocida por los jóvenes Indiana Jones de la guitarrita. Como una Nueva York a escala, Buenos Aires ofrece cada fin de semana un amplio abanico de propuestas under, centenares de bandas sudando copiosamente por subir a las tablas a demostrar su existencia. Desde el nacimiento del rock argentino, esa labor desarrollada en locales de diversa calaña siempre se tradujo en una dolorosa resignación al ínfimo o nulo rédito económico, la mayoría de las veces superada por déficit, en todo sentido. Ganar dinero no es cosa de músicos, parece rezar el axioma inquebrantable, solo vulnerado cuando una banda adquiere trascendencia. Y a veces ni eso. La Capital Federal, esa Gran Manzana donde todo ocurre, es la morada de infinidad de escenarios -término que en varios ejemplos debería quedar encerrado en signos de pregunta- para alimentar la ilusión o el placer. Pero sus facturas son pesadas como una soga al cuello, y constituyen la principal traba para las bandas del interior que piensan en probar suerte bajo las luces del ring.

A un pibe no se le puede exigir que sea versado en leyes. Para quienes practican el arte de la música, ya es carga suficiente lidiar con los rubros de estudio, equipamiento, ensayo, grabación del necesario demo, búsqueda de difusión, convocatoria y otros ítems de clasificación ambigua. Pero el argumento no termina ni se resuelve allí. Aun conociendo los vericuetos de la legislación existente en cuanto a la práctica musical, el joven músico se topa irremediablemente con un callejón en el que se hace más que difícil imponer nuevos criterios. Vale como contundente ejemplo el artículo 16 de la Convención Colectiva de Trabajo 112/90, suscripta entre el Sindicato Argentino de Músicos (SAdeM) y la Asociación de Hoteles, Restaurantes, Confiterías y Cafés. Allí se lee que "en ningún caso los establecimientos permitirán el trabajo no remunerado ya sea con los pretextos de concursos, colaboraciones, propinas, dádivas o cualquier otro motivo, y deberán considerarse nulas y sin valor alguno todas las estipulaciones que hayan convenido los propietarios por sí o por medio de sus representantes legales o convencionales. En todos casos la responsabilidad y la obligación de pago recaerá sobre el establecimiento de que se trate". Si todo fuera como las letras dicen, los concursos en que la mayoría de las bandas termina vendiendo entradas -porque muchas veces el portador de ticket vota- no existirían, o al menos tendrían otros términos.

Las reglas de juego son claras: si los integrantes de una banda deciden defender su dignidad de músicos, su ausencia nunca se notará, sepultada por el malón de competidores. Y, por otra parte, el desvío proviene de una instancia anterior: ¿alguna vez se ha entendido el show en un pub como "trabajo remunerado"? En el país de la economía esquizoide, el propietario de un "café" debe caminar por la cuerda floja para que las cuentas cierren, el alquiler se pague y los tallarines lleguen a la mesa. Ese es el argumento de la defensa. Sin embargo, quienes trajinan las calles en busca de una fecha para tocar saben que a partir de allí se desata un pequeño nudo de irregularidades, habitualmente perdonadas o ignoradas por las mismas causas que los concursos. En una gran parte de los pubs se incluye a Sadaic en el "arreglo" convenido con la banda, pero cabe preguntarse: ¿en cuántos se hace entrega de la planilla impresa por la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música para que sus Socios o Representantes Inscriptos cobren el "retorno" correspondiente a ese show? He allí otra pregunta existencial, de las que generan un inmediato encogimiento de hombros: ¿cuántos de los miles de chicos que "arreglan" todos los fines de semana saben para qué sirve Sadaic, cómo recauda ese dinero de los pubs (que a veces es por "copas" y a veces un 10 por ciento de la puerta) y cómo lo reparte entre los afiliados que tuvieron que meter la mano en el bolsillo al final de la noche?

En el SAdeM, en tanto, se libra una lucha por lo menos difícil. Como en Sadaic, allí existe un departamento legal que intenta corregir las truchadas conocidas, tarea que encuentra su mayor obstáculo en el aparato burocrático de la misma justicia argentina. Y por encima de todo eso planea una sombra mucho más temible. En el marco de la obsesiva reorganización implementada por el Estado a través de la DGI, se clasifica al músico como trabajador autónomo, obligado a sacar número de CUIT y realizar los aportes correspondientes. Para los muchachos recaudadores, "los músicos son autónomos en tanto asuman el riesgo económico propio del ejercicio de su profesión", es decir cuando no perciben remuneración alguna por su labor y quedan librados a las ganancias del show. El estado de las cosas, ya quedó dicho, se sitúa muy lejos del ideal en que un Músico afiliado al SAdeM cobra un dinero del lugar en el que toca, que a su vez realiza el descuento de jubilación y obra social como en cualquier otra rama laboral. Léase: hoy, de hecho, el pibe que se cuelga la guitarra en un escenario chico puede ser considerado autónomo, y como tal debería entregar a la DGI un 27 por ciento de sus ingresos. ¿Cuánto es el 27 por ciento de nada? ¿Cuánto es el 27 por ciento de "me tenés que pagar X pesos porque con la puerta no cubriste los gastos"?

Las interpretaciones y puntos de vista, claro, abundan. La comprensión se simplifica en los casos de músicos que trabajan todos los días en bares, restaurantes y shoppings, posición desde la cual se hace más fácil pelear un sueldo, días de franco y vacaciones. Aunque tampoco es lo más común. De todas formas, el foco central de todo este desquicio pasa por una necesidad primaria, que aún no reconoce plazos de tiempo: de alguna forma u otra, la labor de las bandas under debe ser encuadrada en un sistema que permita su subsistencia, sin utopías de miles de pesos por una trasnoche de sábado, y sin el extremo opuesto de arriarse por siempre los pantalones. Por ahora, los pibes entrenan la cintura y se arreglan como pueden en el marco de estas condiciones, los dueños de pubs hacen cuentas y aprovechan la confusión reinante - en algunos y deshonestos casos inflando costos de sonido, luces y demás, o con el conocido sistema de apelotonar seis bandas en una sola y caótica velada-, y tanto en Sadaic como en el SadeM manifiestan que el contacto directo con los músicos y la difusión de información es la única vía de solución. Una guitarra puede ser un arma, pero nunca una máquina de calcular. Mientras tanto, Ave César. Los que van a parir te saludan.